Sube la escalera, Alicia - La letra corta

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15 de noviembre de 2017

Sube la escalera, Alicia

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Texto e imágenes: Laura Barrera Jerez

Era Washington en 1993, dicen que en una escuela privada. Durante una semana Alicia había compartido el dinero de su merienda con un compañero de clases y en la ingenuidad de sus seis años, eligió el domingo para hacerle el cuento a su madre, no por orgullo, sino por la novedad del asunto.

- Mamá, que ese niño no tiene papá, no lleva agua en pomo, le gusta el dulce… Nunca puede comprarse pan, ni refresco…

- Bueno, hija, pero tiene que pagarte. Te debe dinero y tienes que cobrárselo.

No creo que Alicia entendiera bien la dimensión de aquella encomienda, pero hizo justicia a su modo, según cuenta, y creció con esa filosofía. Yo la conocí hace unas semanas cuando vino a Cuba, el mismo día en que supe aquella historia mientras hablábamos del Período Especial:

-Mira esta foto, Alicia. ¿Ves a ese hombre? ¿Lo conoces? Es mi papá, tu tío. – le dije

-¿Y la niña que está entre sus pies?- me preguntó

-Pues soy yo. Eso fue en 1993, yo solo tenía un año. Mi papá cultivaba la tierra en canelones, en la azotea  del edificio. Allí había tomate, ají, calabaza... Papá también criaba pollos en la azotea, en jaulas improvisadas. Siempre era una felicidad cuando nacían. ¡Mírame! Con un culero de tela y sin zapatos, sentada entre las piernas de mi padre, en el suelo, a cielo abierto, disfrutando los pollitos en sus manos.

-¡Mira que han tenido que inventar! ¡Cuánto trabajo pasan!- me dijo Alicia- Todavía no entiendo que un médico aquí tenga que laborar tanto para ganarse 40 dólares… Por eso he traído a mis hijas a conocer este país. Ellas tienen que estar al tanto de cómo vive el mundo.

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Enseguida guardé mi foto y supe que Alicia venía, por primera y quizás por única vez, a vivir la Cuba menos feliz. Entonces le seguí el juego: la llevé por las calles más profundas de Centro Habana, le enseñé edificios destruidos, pasamos cerca de los basureros repletos… La dejé que tomara las fotos que había venido a tomar, la dejé que hablara, se sintió fruto del mejor país del mundo, llena de argumentos, dueña de la verdad.



-Y al final, ¿cómo te pagó el chico de tu escuela?- le pregunté

-Pues me trajo un pollito. Su familia los criaba para venderlos. Era lo único que podía ofrecerme.

-¿Y lo aceptaste?

-Sí, era mi dinero- respondió mientras caminábamos. Habíamos pasado toda la tarde desandando la ciudad.

Las hijas de Alicia estaban cansadas del viaje y el español que hablaban con su inglés nativo no era suficiente para socializar. Me compadecí de que su madre quisiera enseñarles, solamente, el mundo que ella quería ver. Creo que nunca las llevará a Siria, es una lástima.
Pero como las niñas no tienen la culpa y yo no tenía dinero para comprarles un obsequio a su altura, les ofrecí caracoles y conchas de mi colección. Mi prima se negó, por supuesto, y las niñas obedecieron.

Entonces preparé una bolsita con mi regalo, y en el aeropuerto, al despedirlas, insistí:

-Bueno, al menos tenemos en común eso de que tuvimos pollos como mascotas- le dije a Alicia.

-No, mi pollito murió pronto, yo no sabía cuidarlo. Pero nunca más me regalaron ninguno, porque jamás compartí el dinero de mi merienda- me dijo en tono de victoria.

-Claro, te entiendo- respondí por educación- Y como supuse que tus hijas tampoco tienen mascota, les traje los caracoles de regalo.

Ella me miró diferente. Habíamos evitado discusiones explícitas, pero la tensión del final desvaneció el protocolo y sin reservas le dije:


-Acéptalos, Alicia, no me debes nada. No tienes que pagarme con pollitos. Tengo una docena en la azotea de mi casa. Quizás un día decidas venir a conocer Cuba y entonces, además de tirarle fotos al edificio, te tomes un tiempo para subir la escalera.

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